miércoles, 26 de enero de 2011

Pluma y Tintero: Alfombras

Stephen estaba a cuatro patas y curvaba la espalda, como si se retorciese de dolor. No es que el ataque no le produjese dolor, puesto que las bruscas contracciones de sus músculos enviaban dolorosas punzadas que se clavaban en su cráneo como dolorosos alfileres al rojo. No, lo peor era el sentimiento de indefensión, de no poder controlar su propio cuerpo, que se agitaba en espasmos incontrolables.

Tan humillante.

Eso sin contar con que, en la mayoría de sus ataques, perdía el control de sus intestinos, acabando cubierto de babas, vómito... y cosas peores.

Tal y como había esperado, la arcada atacó a Stephen, haciéndole vomitar en la gruesa alfombra, que seguramente también sería cara, manchando su boca y su nariz y arruinando la alfombra. Al menos no tendría que cambiarse de pantalones también. Aunque lo que le harían sería, seguramente, igual de malo, solo por el vómito.

El ataque pasó, dejándole tembloroso en el suelo y con un dolor de cabeza terrible. Se había metido en aquel cuarto corriendo cuando notó los primeros indicios del ataque, y había caido, golpeándose la cabeza con una mesa.

Miró a su alrededor. Libros. Una mesa. Estaba en una biblioteca.

Alzó una mano hasta la mesa incorporándose apoyándose penosamente en ella, alzando la cabeza, solo para encontrarse con que no estaba solo.

André.

De todas las personas que podía haberse encontrado en mitad de uno de sus ataques, tenía que ser André. André el perfecto. André el despiadado. André el ejemplo a seguir por todos. El mismo André que ahora le miraba, silencioso e inexpresivo, atravesándole con su mirada gris, fría, casi inhumana.

—Yo... —Stephen se limpió la boca con el dorso de la mano—. ¿Cuánto llevas ahí?

—Suficiente.

Stephen bajó la mirada hacia la alfombra arruinada.

—Pagaré la alfombra.

—No podrías. Es persa. Tiene tantos años como mi familia, si no más.

André se acercó a Stephen, que instintivamente agachó la cabeza y se apartó un paso, ligeramente tembloroso. Cuando le tendió un pañuelo a Stephen, éste pegó un respingo evidente.

—Límpiate.

Stephen se limpió la boca y la nariz con el pañuelo. Era de seda y olía sorprendentemente a resina de pino. Tras hacerlo comprobó que estaba arruinado y dudó, con él en la mano, si devolvérselo a André o no. No sabía que sería peor.

André tomó la decisión por él, quitándole el pañuelo y poniendo un vaso de whisky en su mano en su lugar. Con un toquecito en el vaso, lo acercó a los labios de Stephen.

—Bebe. Te sentará bien y te quitará el mal sabor de boca —André señaló un sillón—. Y siéntate.

Stephen, obediente, se sentó, dando un trago tembloroso al whisky. La mano le temblaba tanto que tuvo que agarrar el vaso con ambas manos, para evitar que se le cayese al suelo. Al levantar la vista, cuando escuchó un ruido, vió cómo André estaba haciendo jirones la alfombra, metódicamente, y echándola en la chimenea, asegurándose de que ardiese por completo.

Aquello quería decir que no iba a delatar su secreto y que, por desgracia, querría algo a cambio de su silencio. Y, siendo André quien era y cómo era, no sería nada bueno.

—¿Qué es lo que quieres de mi?

—Eres el hijo de DeBlanc.

—Su bastardo, si.

—Todos murmuran sobre ti, sobre que guardas un secreto. Ahora se lo que te guardas.

Stephen tuvo que reprimir un gruñido que, sabía, habría acabado como un quejido lastimoso. Tras los ataques y el vómito, su garganta quedaba casi en carne viva.

—¿Y ahora que lo sabes, que quieres de mi?

André levantó las cejas y casi se podría jurar que había sonreido, tan levemente que parecía haber sido una ilusión.

—¿De tí? ¿Qué podría querer yo de tí? Lo tengo todo...

El último trozo de alfombra ardió alegremente en la chimenea, eliminando toda prueba del ataque de Stephen.

—No quiero nada de ti. Sin embargo...

Stephen tragó saliva, ahora era cuando venía lo malo.

—¿Sin embargo?

—Sin embargo —André se acercó, con sus ojos fijos en los de Stephen, que apartó la mirada—, cuando te llame, vendrás.

—¿Para qué?

—Para hacerme compañía...



Dos años después...



Stephen dejó a Marguerite a solas con sus amigas, incapaz de mantener por más tiempo la fachada de amabilidad que se obligaba, que la sociedad le obligaba, a mantener ante las supuestas amigas de su esposa. Sabía que, si ella cometiese un error, se echarían sobre ella como aves de rapiña.

No es que Marguerite fuese a cometer un error. Por el amor de Dios... ¡era perfecta! Su padre se había ocupado bien de conseguirle una heredera, de impecable linaje y mejor educación. Y es que, en aquella época, una ingente cantidad de dinero lo podía comprar todo.

Escabulléndose de la sala, con la habilidad que sólo la práctica da, Stephen abandonó el abarrotado salón. Marguerite seguramente notaría su ausencia pero, como la dama perfecta que era, jamás osaría echárselo en cara. Seguramente pensase que iba a encontrarse son una amante. Stephen sonrió ante la ironía, mientras se colaba a hurtadillas en la biblioteca y, al ver las dos copas de whisky sobre la mesa, cerrar la puerta con llave trás de si.

André se encontraba, como era usual, sentado en el sillón, ante la chimenea. Bajo sus ojos se veían las ojeras, causadas por el cansancio. Cansancio que era, en su mayor parte, culpa de Helena.

Helena se había casado con André demasiado joven y se había hecho ideas, muy equivocadas, sobre cómo iba a ser su matrimonio. Ella esperaba romanticismo en lo que no era sino un matrimonio de conveniencia, efectuado para unir a dos de las familias más ricas, nobles y poderosas del pais. Cuando descubrió que André le tenía un somero afecto, siendo más educado que cualquier otra cosa, no tardó mucho en arrojarse en los brazos de un pintor, huyendo con él. El escándalo resultante había agotado mental y físicamente a André, que se había esforzado sobrehumanamente en que el escandalo no afectase negativamente a ninguna de las dos familias.

Stephen se acercó y se sentó en el otro sillon, acercándo antes su copa a André y tomando la suya. André siempre le tenía preparado su mejor whisky, desde aquella noche en la que Stephen vomitó en la alfombra de André.

—Estás pálido, demacrado y con ojeras, André. Deberías tomarte vacaciones de tí mismo. ¿Quizas al campo? Sol, aire fresco y mucha, mucha tranquilidad...

André vació su vaso de un trago y dejó la copa ociosamente sobre la alfombra, una reproducción de la que quemase antaño, y se volvió a mirar a Stephen.

—El campo es... soberanamente aburrido. O al menos lo es si vas solo.

—Podríamos hacer una escapadita al campo...

—¿Dejarías abandonada a Marguerite?

Stephen agitó una mano, distraidamente.

—Con llevarla alguna bagatela a mi regreso estaría contenta. Es incapaz de ponerse celosa. Está demasiado bien educada para eso. Es...

—¿Perfecta?

—Demasiado. A veces pienso que ni es humana, sino una bruja de los hielos, o algo asi...

André sonrió, muy brevemente como siempre hacía, pero lo suficiente como para que Stephen supiese que le había levantado el ánimo. André se levantó y se acercó a la chimenea, apoyándose en ella y Stephen se bebió su vaso y lo dejó en la alfombra, junto al otro, acercándose para apoyar su mano en el hombro de André.

—Deja que tu hermano te ayude con algunas cosas. Descansa.

—Y me lo dice el enfermo que no para ni un momento...

—Bueno, la vida es corta y procuro disfrutarla. ¿Que hay de malo en eso?

André suspiró y negó con la cabeza.

—Nada, supongo. Es solo que yo no puedo estar tan relajado como lo sueles estar tu. Siempre hay cosas que hacer, cosas que demandan mi atencion y que, si bien no son agradables, son necesarias.

—Ah, pero estás de suerte. ¿Sabes por qué?

André miró a Stephen, levantando una ceja.

—No... ¿por qué?

Stephen sonrió, ampliamente.

—Porque, pase lo que pase, André... siempre estaré aquí para ti.

Stephen unió su boca a la de André y tiró de él hacia la alfombra y, durante el tiempo en que estuvieron juntos, André pudo olvidarse de sus deberes, relajarse y sonreir ampliamente, como sólo hacía en esos momentos.

Y, si el precio de aquella felicidad, de aquel descanso del mundo de allí fuera lleno de apariencias, era otra alfombra arruinada... ¿a quien le importaba?

André se encargaba siempre de tener alfombras persas más que de sobra que arruinar junto con Stephen.

3 comentarios:

Nim dijo...

Oigs, vaya final... Por cierto, estos nuevos tienen relacion con el de las dos del otro dia o son "autoconclusivos"?

Maki dijo...

A ver, no... cualquier relato en "Pluma y Tintero" es un relato en el que sacas la primera frase de un librocualquiera y construyes el resto del relato alrededor de ella.

Los que voy colgando aqui, excepto que ponga lo contrario, fueron los que presenté a concurso pero no ganaron.

Una pena. ^^

Nim dijo...

Ahhh